ELEGÍA ROMANA
Esa hora diurna
no fue el tiempo de la antigüedad
sino la hora sumergida
en el día prístino de Roma,
la luz romana que expandía
las paredes ocres, rojizas y amarillentas.
Todo era el pasado para mí
y al caminar por la vía Salaria
los pasos de aquellos que retornaban antes de Cristo
a comprar la sal
trazaban su historia incalculable.
En el número 430
estaba la casa bajo la cual se hallaban
las catacumbas de Priscilla.
Flores y hojas pulposas del jardín,
verano renacido, fiebre altiva,
linde claustral de la luz del verano,
linde final del tiempo
donde aún no ha llegado
el tiempo verdadero del origen.
Yo, el temeroso de los cementerios,
quise hundirme en aquel camposanto
cavado bajo tierra
con aquellos turistas distraídos
de la infinita amenaza del cielo.
Una monja anciana, con un báculo,
se acercó para ofrecer su guía
y preferí confiar mi ignorancia a su fe
en la diminuta paz de los misales.
Y entonces descendí a las catacumbas de Priscilla.
Una escalera en caracol, estrecha y empinada,
salvada apenas por la pobre luz de una lámpara
conducía a esa tierra helada del tránsito.
Antes que la conciencia, el cuerpo
en la inmediata penumbra
ya olvidaba el verano de Roma
y lentamente se enfriaba
y comenzaba a percibir
el débil llamamiento de la materia
hacia un estado anterior,
inanimado.
Recorrimos los pasillos de tierra
guiados por la monja,
rodeados por los antiguos sepulcros
—los sencillos espacios vacíos y rectangulares
cavados en el blando suelo de Roma
donde fueron inhumados
los primeros cristianos.
¿Hay aire más desasido
que el aire dejado por un muerto?
Ya estaban aquí cuando Pablo
llegó a Roma encadenado
y sabían que sus dones serían
tribulación y angustia
asesinato y hambre y desnudez y cuchillos
y por su causa morirían
corderos de la ira nimbados de oro
en fe de lodo:
silenciosamente llegaban a enterrarlos,
los envuelven en lienzos de la gracia
y alzan sus despojos
más bellos que la belleza
y se recluyen en el mutismo
del reconocimiento
los perseguidos bajo la noche
alucinada del martirio.
Y al bajar a la honda galería
en la tierra caliza nos rodeaban
los lóculos vacíos, superpuestos:
los nombres amarillos
que aromaban la luz de los candiles
ya no tiemblan siquiera en la morada
del lento claroscuro:
el aire, frío.
—¿acaso hay aire
más
desasido
que el aire dejado por un muerto?
Nos detuvimos en un pequeño aposento
cuyas paredes tenían frescos pintados.
Era la capilla de una familia.
Nos acercamos como sombras
y la monja encendió unas luces.
Distinguimos así, con nitidez,
los frescos.
Representaban la vida de una difunta
que había sido sepultada allí,
la vida que apenas regresaba
en los suaves colores olvidados:
rojos, ocres, amarillos.
Eran tres las escenas.
En la imagen izquierda la mujer casadera
se halla junto a un obispo que bendice su boda
y un joven a su lado le da un velo nupcial.
A la derecha, ella ya había sido madre:
tiene a su hijito en brazos,
tenue y reconcentrada.
La figura del centro era grandiosa.
En purpurada túnica,
ella abría los brazos como una alta orante,
cubierta la cabeza con un velo,
ya después de la muerte,
en la gloria de la resurrección.
Y al mirar su cara la reconocí.
Como cuando en un cuarto
mudo y oscurecido,
un haz de luz ansioso
golpea ojos dormidos
desperté a la señal:
yo vi en aquella imagen
de la pared central
algo vertiginoso,
familiar, preterido
.
Y al mirar tu cara te reconocí.
Cercana se vuelve
en aquel reflejo
tu cara que era
mi primer espejo.
Cuando mi madre murió
supe que no era el dolor lo que persistiría,
sino la idea intolerable
de que el infinito
era la vasta medida de la separación.
Y ahora el infinito
se volvía cercano.
Y en la fugacidad de aquel instante pleno
fuiste, transfigurada, la difunta del fresco:
allí veía tu boda, velación para el padre,
y tu maternidad, cuando me llamó el mundo.
Orabas, madre, allí
antes del día ciego
en que tu mano a mí me cerraba los ojos
hasta verte de nuevo traída por los siglos.
Una mujer cristiana murió un día remoto
y luego la pintaron para que a mí volvieras
y allí fue sepultada
y su cuerpo en el aire
dejó de ser. Y un día
las edades del mundo
de una hora cualquiera
guardaron estos frescos a tu hijo extraviado
que atravesó el océano,
bajó a las catacumbas,
mientras el tiempo fluía en las aguas del Tíber.
Éste ha sido de nuevo el día del origen
éste ha sido de nuevo el día de mi origen
y yo estoy aquí donde fui abandonado
mientras aquel verano estallaba de frutas
y yo estoy aquí donde fui abandonado
naciendo entre los muertos
mirándote de nuevo
mirándote a los ojos.
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