jueves, 8 de noviembre de 2012

DIEGO MONSALVO (SANTA ELEODORA,PROVINCIA DE BUENOS AIRES)





Sincronización


No eran sino en estas cosas, por cualquiera de las calles del pueblo, presenciar un atractivo grupo de jóvenes empeñados en vivir una primavera constante. Darío y Daniel tenían un Chevy cuatro puertas con caja automática, cada viernes o sábado se iban a bailar a los pueblos vecinos y siempre invitaban a los que no tenían auto. Sacaron plata de la caja del almacén de sus padres, y apurados tocaron bocina frente al club. Subieron tres amigos que tomaban algo en la cantina. Manejaba el loco Darío, buscaron música con el dial de la radio y se fueron a un baile a Volta, un paraje poblado por chacareros, donde había algunas casas distantes y la estación que le daba el nombre. Transcurrida la noche ya entrado el amanecer, la orquesta terminó los bises de la última selección, y la gente se retiró de la pista, bajo los focos que se cruzaban entre banderines de colores. Salieron por un callejón que se fue llenando de gramilla, hasta que el auto alumbró los ojos brillantes de unos terneros, y al loco Darío no le quedó otra que hacer una maniobra bastante arriesgada; tomaron por donde se creía poder pasar, un patio con herramientas rurales, ropa colgada y un gallinero lleno de ponedoras. El impacto fue al medio, volaron maderas y plumas por el aire, arrancaron la soga del tendal y las prendas quedaron enredadas en el paragolpes. Fueron tres segundos y un gran desastre. No pararon, siguieron alejándose con unas camisas que flameaban enganchadas de la antena, y un pedazo del tejido que traían a la rastra. El auto atravesaba los bancos de niebla, desaparecía y volvía a iluminar el resto del camino.




Resurrección



El “Viento” Díaz estudiaba en el profesorado de educación física. Era un pibe muy creyente que se asustaba por cualquier cosa y le tenía miedo a la oscuridad. El Viento tenía nueve hermanos, todos varones, pero a él le decían “Viento y Tierra”, porque era el más fiero de los Díaz. Una noche sus amigos lo pasaron a buscar para comer un asado, y cuando estaban llegando al campo le dijeron que venían a robar un cordero. Escondieron la camioneta, apagaron las luces y cruzaron el alambrado. Los corrales estaban atrás de una manga donde terminaba el monte. Ladraron los perros y el Viento no quiso seguir, se quedó agachado al lado de un bebedero lamentando haber venido. Como a cien metros, cerca de un galpón, alguien disparó un escopetazo que retumbó en las chapas, empezaron a correr. Cada vez que se escuchaban los tiros, caían de a uno, fingiendo con un grito ser alcanzados por los perdigones. Quedó el Viento corriendo solo, a los demás ya no se los escuchaba. Desesperado corría escupiendo los mocos que le desgarraba el llanto, secándose las lágrimas para ver mejor. Estaba entrenado y no paró de correr hasta llegar a su casa. Vino cruzando campo por detrás del cementerio, tenía los pantalones rotos, lleno de abrojos y rosetas. Se encerró varios días pensando que lo vendrían a buscar. Una tardecita escuchó un motor regulando la marcha, unos pasos firmes caminar bajo el porche, la puerta se sacudió con tres golpes y una estampita del santo San Jorge clavada con chinches cayó al piso. El Viento no sabía qué hacer y le empezaron a temblar las patas. Al otro día vinieron de nuevo a visitarlo y decirle la verdad, el Viento tardó en abrir la puerta, corrió la cortina desde un costado, y vio a sus amigos riéndose parados en la vereda.


Un viaje de placer


Andresito pasa en bici con un carrito atrás. Pasa despacio, se estira desde el asiento para llegar a los pedales. Andresito tiene 28 pero parece más chico. Se traba y patina la letra, se pone nervioso cuando le preguntan. Dicen que la tiene bastante grande y que le gusta jugar con los chicos en los yuyos, se la hace agarrar por las pendejas cuando está escondido jugando. Anduvo pidiendo billetes falsos, la gente se los daba, juntó mucha guita y se fue a Buenos Aires. Sacó los boletos en la terminal del pueblo, llegó a Retiro, desayunó, almorzó en restoranes, compró ropa en Once. Lo vieron llegar de regreso, bajó del micro con anteojos negros, miró la hora en su reloj flamante, y se prendió un cigarro.

 

Vino a dedo, en un camión jaula que iba a Liniers


El Mono Almeida era maratonista. Se entrenaba por la ruta todas las noches apenas salía del taller. Hacía los mandados corriendo, iba y venía como si hubiera largado la prueba. A veces lo veías pasar a todo lo que da, con un repuesto o un amortiguador, esquivando bicicletas, saltando los bancos de la plaza. Ese mes en Capital Federal se corrían 30 km que auspiciaba Carrefour, largaban desde El rosedal, en los bosques de Palermo. El Mono llegó un día antes, fue a parar a la casa de unos amigos en Almagro, se dio una ducha, se puso los cortos y prendió el televisor. Al ver solo dos camas preguntó dónde iba a dormir esa noche. Los chicos antes de irse a la facultad, le dijeron que cuando tuviera sueño, se subiera a la parte de arriba del placar, espacio donde el Mono abrió las puertas, se acomodó a lo largo, puso la toalla como almohada y se entregó al descanso. Al otro día, bajó sin hacer ruido, comió una fruta y se fue pensando. Salir en el noticiero de canal trece, que lo vean en su pueblo, el abrazo de su madre.
 
A Diego y Luciano García



del libro inédito Corderos en la niebla


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