Sincronización
No eran sino en estas cosas, por
cualquiera de las calles del pueblo, presenciar un atractivo grupo de jóvenes
empeñados en vivir una primavera constante. Darío
y Daniel tenían un Chevy cuatro puertas con caja automática, cada viernes o
sábado se iban a bailar a los pueblos vecinos y siempre invitaban a los que no
tenían auto. Sacaron plata de la caja del almacén de sus padres, y apurados
tocaron bocina frente al club. Subieron tres amigos que tomaban algo en la cantina.
Manejaba el loco Darío, buscaron música con el dial de la radio y se fueron a
un baile a Volta, un paraje poblado
por chacareros, donde había algunas casas distantes y la estación que le daba
el nombre. Transcurrida la noche ya entrado el amanecer, la orquesta terminó
los bises de la última selección, y la gente se retiró de la pista, bajo los
focos que se cruzaban entre banderines de colores. Salieron por un callejón que
se fue llenando de gramilla, hasta que el auto alumbró los ojos brillantes de
unos terneros, y al loco Darío no le quedó otra que hacer una maniobra bastante
arriesgada; tomaron por donde se creía poder pasar, un patio con herramientas
rurales, ropa colgada y un gallinero lleno de ponedoras. El impacto fue al
medio, volaron maderas y plumas por el aire, arrancaron la soga del tendal y
las prendas quedaron enredadas en el paragolpes. Fueron tres segundos y un gran
desastre. No pararon, siguieron alejándose con unas camisas que flameaban
enganchadas de la antena, y un pedazo del tejido que traían a la rastra. El
auto atravesaba los bancos de niebla, desaparecía y volvía a iluminar el resto
del camino.
Resurrección
El “Viento” Díaz
estudiaba en el profesorado de educación física. Era un pibe muy creyente que
se asustaba por cualquier cosa y le tenía miedo a la oscuridad. El Viento tenía
nueve hermanos, todos varones, pero a él le decían “Viento y Tierra”, porque
era el más fiero de los Díaz. Una noche sus amigos lo pasaron a buscar para
comer un asado, y cuando estaban llegando al campo le dijeron que venían a
robar un cordero. Escondieron la camioneta, apagaron las luces y cruzaron el
alambrado. Los corrales estaban atrás de una manga donde terminaba el monte.
Ladraron los perros y el Viento no quiso seguir, se quedó agachado al lado de
un bebedero lamentando haber venido. Como a cien metros, cerca de un galpón,
alguien disparó un escopetazo que retumbó en las chapas, empezaron a correr.
Cada vez que se escuchaban los tiros, caían de a uno, fingiendo con un grito
ser alcanzados por los perdigones. Quedó el Viento corriendo solo, a los demás
ya no se los escuchaba. Desesperado corría escupiendo los mocos que le
desgarraba el llanto, secándose las lágrimas para ver mejor. Estaba entrenado y
no paró de correr hasta llegar a su casa. Vino cruzando campo por detrás del
cementerio, tenía los pantalones rotos, lleno de abrojos y rosetas. Se encerró
varios días pensando que lo vendrían a buscar. Una tardecita escuchó un motor
regulando la marcha, unos pasos firmes caminar bajo el porche, la puerta se
sacudió con tres golpes y una estampita del santo San Jorge clavada con
chinches cayó al piso. El Viento no sabía qué hacer y le empezaron a temblar
las patas. Al otro día vinieron de nuevo a visitarlo y decirle la verdad, el
Viento tardó en abrir la puerta, corrió la cortina desde un costado, y vio a
sus amigos riéndose parados en la vereda.
Un viaje de placer
Andresito pasa en
bici con un carrito atrás. Pasa despacio, se estira desde el asiento para
llegar a los pedales. Andresito tiene 28 pero parece más chico. Se traba y
patina la letra, se pone nervioso cuando le preguntan. Dicen que la tiene
bastante grande y que le gusta jugar con los chicos en los yuyos, se la hace
agarrar por las pendejas cuando está escondido jugando. Anduvo pidiendo
billetes falsos, la gente se los daba, juntó mucha guita y se fue a Buenos
Aires. Sacó los boletos en la terminal del pueblo, llegó a Retiro, desayunó,
almorzó en restoranes, compró ropa en Once. Lo vieron llegar de regreso, bajó
del micro con anteojos negros, miró la hora en su reloj flamante, y se prendió
un cigarro.
Vino a dedo, en un camión jaula que iba a
Liniers
El Mono Almeida
era maratonista. Se entrenaba por la ruta todas las noches apenas salía del
taller. Hacía los mandados corriendo, iba y venía como si hubiera largado la
prueba. A veces lo veías pasar a todo lo que da, con un repuesto o un
amortiguador, esquivando bicicletas, saltando los bancos de la plaza. Ese mes
en Capital Federal se corrían 30 km que auspiciaba Carrefour, largaban desde El
rosedal, en los bosques de Palermo. El Mono llegó un día antes, fue a parar a
la casa de unos amigos en Almagro, se dio una ducha, se puso los cortos y
prendió el televisor. Al ver solo dos camas preguntó dónde iba a dormir esa
noche. Los chicos antes de irse a la facultad, le dijeron que cuando tuviera
sueño, se subiera a la parte de arriba
del placar, espacio donde el Mono abrió las puertas, se acomodó a lo largo,
puso la toalla como almohada y se entregó al descanso. Al otro día, bajó sin
hacer ruido, comió una fruta y se fue pensando. Salir en el noticiero de canal
trece, que lo vean en su pueblo, el abrazo de su madre.
A Diego y
Luciano García
del libro inédito Corderos en la niebla
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